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Hace veinticuatro años, mi esposa y yo éramos jóvenes aspirantes a pastores que sentíamos un llamado al ministerio misionero, pero no teníamos claro dónde o qué significaba eso. Sabíamos que compartir nuestra esperanza en Jesucristo con los no creyentes formaba parte del llamado, pero a esa edad yo tenía tendencias introvertidas y la posibilidad me intimidaba bastante. Afortunadamente, conté con varios mentores que me ayudaron a desarrollar confianza en lo que Dios estaba haciendo en mí y a sentirme cómodo compartiendo mi historia de fe personal.

La mayoría de los cristianos reformados son como yo. Como grupo, tendemos a ser bastante conocedores de las doctrinas que aprendimos en la clase de catecismo y a través de la educación cristiana, pero nos resulta difícil compartir nuestra esperanza personal en Jesucristo.

Todos los años, nuestro equipo de comunicaciones de la ICRNA envía una encuesta a un grupo de congregaciones de la ICR. Cada congregación anima a sus miembros a completar la encuesta, y cuando se cotejan los resultados, surge una línea de tendencia predecible.

Cada año, sólo un tercio de los encuestados afirma que es "siempre" o "casi siempre" cierto que habla regularmente con otros sobre su vida espiritual. Esta pregunta es una de las menos puntuadas cada año. Sospecho que ésta es una de las razones por las que nuestras estadísticas (y nuestras experiencias personales) indican que los bautismos de adultos de nuevos creyentes son poco frecuentes en muchas de nuestras iglesias. Si le interesa saber más, eche un vistazo a las estadísticas de nuestro Anuario y a los resultados de nuestra encuesta denominacional.

¿Cómo podemos sentirnos más cómodos hablando de nuestra fe y haciendo evangelismo? En primer lugar, reconocemos que es el evangelio de Jesucristo y la misteriosa obra del Espíritu Santo lo que salva a quienes Dios elige (Ef. 1:3-14; Catecismo de Heidelberg, P&R 21). No es— y nunca será— el resultado de una presentación confiada y pulida.

Sin embargo, también reconocemos que confesar esto no es una excusa para descuidar nuestro testimonio. Más bien, es un consuelo saber que, en la evangelización, Dios es el actor principal y nosotros simplemente cooperamos con el Espíritu Santo. En lugar de quedarse de brazos cruzados, los creyentes reformados pueden compartir su fe con liberalidad y alegría, sabiendo que en Cristo ya se han sembrado las semillas.

En segundo lugar, somos conscientes de que las relaciones personales son el principal medio para comunicar el Evangelio. Dios puede utilizar coincidencias aparentes y citas providenciales para llevar a la gente a la fe, pero lo más frecuente es que Dios actúe a través de los esfuerzos obedientes e intencionados de los creyentes para acercarse a los perdidos y a los que sufren.

Durante los inicios de la Iglesia, el testimonio evangélico más eficaz se producía cuando los cristianos atendían a los enfermos, daban de comer a los pobres y rescataban a los niños abandonados (véase The Patient Ferment of the Early Church, de Alan Kreider). Hoy en día, el testimonio más fructífero suele darse en torno a una taza de café, un diagnóstico de cáncer o una conversación en el comedor con un compañero de trabajo confundido.

Cuando pienso en lo que aprendí de mis mentores sobre cómo ser mejor testigo, destacan dos palabras: amor y práctica. El amor por los no creyentes nos impulsa a entablar relaciones y mantener conversaciones. La práctica a la hora de compartir nuestras historias de fe y algunos versículos bíblicos especiales nos ayudan a sentirnos más cómodos. Dios hará el resto a su debido tiempo.

 

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