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Una de las razones por las que me atrajo la Iglesia Cristiana Reformada es su solidez intelectual.

Debemos estar agradecidos a Dios por los sólidos dones intelectuales de la tradición reformada. Pero no podemos ser ciegos ante la verdadera tentación de amar los dones más que al Dador. ¿Hemos amado nuestra teología y nuestras confesiones Reformadas más que al Dios al que estas nos apuntan?

C. S. Lewis escribió:“De acuerdo con lo que enseñan los maestros cristianos, el vicio esencial, la maldad extrema, es el orgullo. La falta de castidad, la ira, la avaricia, la embriaguez y todo lo demás, son en comparación “picaduras de mosquito”. Fue por orgullo que el diablo se convirtió en diablo; el orgullo lleva a todos los demás vicio; es el completo estado de anti-Dios en la mente” (Mero Cristianismo).

Una de las razones por las que me atrajo la Iglesia Cristiana Reformada es su solidez intelectual. Esa es posiblemente la fortaleza de la tradición Reformada. También es, creo, su mayor peligro porque puede llevar al pecado del orgullo intelectual.

Confieso que yo mismo lucho con el orgullo intelectual. Desde mi juventud, mi intelecto fue la única fuerza que me hizo “exitoso”. Incluso después de convertirme en cristiano, confié excesivamente en mi intelecto para crecer en la fe y servir a la iglesia, devorando libros teológicos y espirituales. Mi fe era más cerebral que emocional. Los momentos de "sentir bien" ocurrieron tan raramente en contraste con "pensar bien" en mi viaje espiritual que mostró un desequilibrio poco saludable.

Elevé mi capacidad intelectual para comprender las verdades de Dios como la forma principal (¿o la única?) para mí, de relacionarme con Dios. Usé el conocimiento teológico como un criterio espiritual. Con desprecio, miraba como espiritualmente inmaduros a aquellos que sabían menos que yo. Era un joven orgulloso que pensaba que sabía mucho sobre Dios, sobre las Escrituras y teología. A menudo fui crítico y contencioso con aquellos que discrepaban conmigo teológicamente. Todavía tengo que reprimir este impulso crítico hoy. El orgullo intelectual es la espina espiritual en mi carne. Desafortunadamente, creo que también prevalece entre muchas personas reformadas cristianas—clero y laicos por igual.

Las Escrituras enseñan que "Dios se opone a los soberbios, pero muestra favor a los humildes" (Santiago 4:6; 1 Pedro 5:5b; Prov. 3:34). Dios tuvo que humillarme a través de un período de depresión oscura que casi me hizo fracasar en la universidad. Por la gracia de Dios, recibí ayuda para mi depresión y pude reanudar mis estudios. Ahora, más viejo y (espero) más sabio, sé cuánto no sé todavía. Ahora veo con mayor claridad los límites de la mente humana, nuestros sesgos de confirmación y negatividad, y lo tonto que fui, como cualquiera, para depender excesivamente del intelecto.

Debemos estar agradecidos a Dios por los sólidos dones intelectuales de la tradición reformada. Pero no podemos ser ciegos ante la verdadera tentación de amar los dones más que al Dador. ¿Hemos amado nuestra teología y nuestras confesiones Reformadas más que al Dios al que estas apuntan? ¿Somos tan intelectualmente arrogantes que no aprendemos de los cristianos “no reformados”? ¿Hemos idolatrado tanto nuestro sistema teológico reformado hasta el punto de que ni siquiera podemos cuestionarlo?

Creo que Dios tiene un rol para la tradición reformada y la ICR en su misión divina; por lo tanto, existe una mayor urgencia para que nos arrepintamos y seamos vasijas apropiadas para la gloria de Dios. Espero que Dios no tenga que recurrir a medidas drásticas para humillarnos como denominación antes de que podamos arrepentirnos de nuestro orgullo intelectual. Pero confío en que Dios, que comenzó una buena obra en nosotros, "la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús" (Fil. 1:6). Dios, y la misión de Dios, no fallarán.

 

 

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