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Durante años, no fui consciente de mi problema con el control, porque estaba disfrazado de piedad espiritual.

 

Tengo un problema con el control. Por la gracia de Dios, ahora puedo contenerlo mejor, pero sigo luchando con el deseo de tener el control. Con esto no me refiero a estar "mandando a la gente". Es mucho más sutil que eso. Se trata de control espiritual.

Durante años, no fui consciente de mi problema con el control, porque estaba disfrazado de piedad espiritual. Era culpable de practicar "la justicia por la buena doctrina" (Herman Bavinck, The Certainty of Faith, p. 26).

 

Cuando tenía 19 años, mi hermana me regaló una Biblia, y en el interior de la portada escribió 2 Timoteo 2:15: "Esfuérzate por presentarte a Dios aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse y que interpreta rectamente la palabra de verdad." Me lo tomé muy en serio. Ya era un ferviente estudioso de las Escrituras. Leía comentarios bíblicos y libros de teología sistemática. Cuando todavía estaba en la secundaria, mi pastor me confió dirigir una clase de estudio bíblico para adultos en su ausencia. Me había esforzado por dominar la Palabra de Dios. Pero ahí radica el problema. Dios y la Palabra de Dios deberían dominarme a mí.

En mi afán por dominar el conocimiento de las verdades de Dios, no me di cuenta de que mi fe se volvía racionalista y de que estaba alimentando mis ansias de poder y control. Como dijo Francis Bacon: "El conocimiento es poder". El conocimiento de la verdad de Dios me dio poder intelectual. Me daba una sensación de control intelectual y de seguridad. Tengo las respuestas, o al menos puedo encontrarlas fácilmente en la Palabra de Dios. Incluso puedo usarlas para tener poder sobre los demás.

Sin darme cuenta, había convertido la Biblia en una herramienta bajo mi control. Había asumido que manejar correctamente la Biblia significaba que debía dominarla, y cuanto más la dominara, más santo o espiritual sería. Cuanto más correctas fueran mis creencias doctrinales, más justo o "aprobado" sería ante Dios. En resumen, era una espiritualidad de dominio y control.

Solo en años posteriores me di cuenta de que había enfatizado demasidado las metáforas del apóstol Pablo sobre el trabajo duro y el entrenamiento atlético que sugieren dominio y control. Pero Jesús también dio una metáfora de vulnerabilidad: "Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos." (Mateo 18:3). Los niños no tienen dominio. En tiempos de Jesús, los niños eran el grupo más vulnerable.

Recordé cómo entregué mi vida a Jesús, orando con lágrimas que corrían por mis mejillas. Confesé mis pecados. Me mostré vulnerable ante el Señor, implorando su misericordia y su gracia. A pesar de haber entrado en el reino de Dios con una postura de vulnerabilidad, de alguna manera sentí que podía crecer espiritualmente a través de una postura de dominio. Pero ese era mi orgullo espiritual disfrazado de justicia doctrinal.

Utilicé las verdades de Dios como un escudo intelectual para ocultar a Dios mi yo interior. Tener todas las respuestas me protegía de ser vulnerable ante Dios y ante los demás. Era una forma sutil de mantener a Dios a distancia, o incluso encerrado en una caja. A pesar de la teología que profesaba, vivía como si yo, y no Dios, tuviera el control de mi vida espiritual.

¿Es así como los fariseos podían dominar las Escrituras y, sin embargo, tener el corazón alejado de Dios (Marcos 7:6)? No lo sé con certeza, pero ahora trato de caminar humilde y vulnerablemente con Dios.

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